'Alatriste', desnudando el triste cine español

'Alatriste', desnudando el triste cine español
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“Quizá por eso, cuando al acabar la proyección privada se encendieron las luces, y con un nudo en la garganta miré alrededor, vi que algunos de los actores de la película que estaban en los asientos contiguos –no digo nombres, que lo confiese cada cual si quiere– seguían inmóviles en sus asientos, llorando a moco tendido. Llorando como niños por sus personajes, por la historia. Por el final hermoso, sobrecogedor. Y también porque nadie había hecho nunca, hasta ahora, una película así en esta desgraciada y maldita España. Como diría el mismo capitán Alatriste, pese a Dios, y pese a quien pese.”

- Arturo Pérez-Reverte

Con el buen año de cine español que hemos tenido, no sólo en cuestión de recaudación, también en lo que se refiere a títulos interesantes, y esto a pesar del desastre de las subvenciones europeas que amenazan la culminación de una serie de proyectos actualmente en producción, un texto como éste puede aparentar pataleta fuera de lugar. Pero la cadena Telecinco, que ha invertido grandes cantidades de dinero en dos exitazos (la lamentable ‘Ágora’ y la formidable ‘Celda 211’), programó en plan gran estreno otra producción suya el día 1 de Enero, que es la adaptación de las aventuras escritas por Arturo Pérez-Reverte.

‘Alatriste’ demuestra que lo de ‘Celda 211’, por ejemplo, no es más que una excepción, y que aunque ahora muchos quieran ver que el cine patrio levanta el vuelo con producciones de calidad, y además de gran empaque, seguimos como siempre: hay una buena película entre decenas y decenas, por mucha publicidad y mucho bombo que les den. Y que una estrella internacional, un best-seller y una tonelada de autocomplacencia no son garantía de absolutamente nada. Porque absolutamente nada es lo que obtuvimos con esta deleznable película. La volví a ver, en la vana esperanza de haberme equivocado cuando asistí al cine a verla, de haber sido demasiado duro con ella. Y la sensación de entonces se vio confirmada, sumada a la indignación por una película bajo mínimos profesionales.

La maldición de Pérez-Reverte

Es Arturo Pérez-Reverte un novelista astuto, pero superficial, culto, pero vacío. Está pertrechado con eficaces herramientas para llevar a cabo su oficio, pero ninguna de ellas consigue maquillar que se trata de un escritor monocorde, de vuelo bajo, y de talento limitado. Es un hombre de una vasta cultura, y de gran experiencia periodística, pero de ideología cercana a la caverna. Sólo su astucia verbal transforma sus ideas reaccionarias en algo parecido a liberalismo de salón. Nada que objetar a estos novelistas superventas, intocables y ahora académicos de la lengua, pero el caso de Reverte en el cine es notable: todas las películas basadas en un libro suyo, y hay bastantes, son un completo desastre. Cosa curiosa.

Con su altivez y chulería características, esas que le convierten en un “perdonavidas cultural”, de esos que cuando todos estamos de acuerdo en algo es que tenemos algo personal contra él, o que somos unos envidiosos de su genio y de su éxito profesional, Reverte escribía las líneas de arriba del todo en su página de El Semanal. La desvergüenza sería lo más destacado, pero a ella se unen la ignorancia y la ceguera. No sé qué película había visto Reverte, pero debe ser una (o un montaje, seamos ingenuos durante unos segundos) que no vimos la gran mayoría de los españoles (que nos quedamos atónitos por el despliegue de mediocridad en la pantalla) y europeos (que la ignoraron de manera glacial). Sería cómico, si no fuera lamentable, eso de que nunca se ha hecho una película así en España. Porque es cierto, nunca con tanto se hizo tan poco.

Decía una buena amiga mía (una de las mejores scripts de televisión de este país, por cierto), la cual a menudo se lamenta de la poca continuidad que tiene el trabajo en esta industria audiovisual, que nos habían escatimado la posibilidad de que, a pesar de hacer malas películas, se hubieran hecho varios Alatristes, dado el abundante material escrito por Reverte, y así más profesionales españoles podrían haber desarrollado más y mejor su trabajo. Muy cierto. Y es que sorprende que el siempre astuto comercialmente Reverte, y los inversores de este subproducto, no se percataran de ello y apretaran en ciento cuarenta y cinco incomprensibles minutos toda la vida del capitán.

Un relato caótico, una producción aún más caótica

Porque lo primero que se le presenta como una evidencia incontestable al cinéfilo avezado, es que al guión le faltan, por lo menos, veintisiete versiones. En una rueda de prensa algo tensa, Díaz Yanes aseguraba que le encargaron adaptar las novelas, por lo que él apretó cinco de ellas en un guión de ciento cincuenta páginas, y que los a los productores les pareció un buen trabajo, por lo que también le ofrecieron ser el director, algo a lo que, según él, no podía negarse. Pero parece mentira que un guionista con la solvencia de Díaz Yanes no se diese cuenta de lo mucho que le faltaba a ese libreto para dar garantías. Hay que restregarse los ojos a cada visionado ante las lagunas, como abismos, de un relato en el que, a partir de la hora de metraje, una escena no tiene nada que ver con la siguiente, y esa con la posterior, y así hasta la conclusión.

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Es como si entre una secuencia y otra hubieran vaciado lo que daría para una película entera. Y esto, además, conlleva la imposible conexión emocional con los personajes, que parecen pasear como fantasmas por el fotograma. En quince minutos nos aprietan acontecimientos que no respiran, a los que no se da el tiempo necesario no sólo para darles importancia, si no algún sentido. Así, ni el mejor reparto del mundo podría armar algo decente, pero es que además nos encontramos ante un grupo de actores muy mal cohesionado. Viggo Mortensen (que se hartó de defender lo indefendible como un gato panza arriba) clava el rostro y el ánimo, pero propone una dicción arbitraria y a menudo incomprensible. Es lo mejor de un casting sin orden ni concierto.

La idea de que Blanca Portillo (una buena actriz sin nada que aportar aquí) interprete al inquisidor Emilio Bocanegra, es sin duda audaz, pero a la audacia no se le suma el talento ni la imaginación. Queda risible esta decisión. Echanove se esfuerza con su Francisco de Quevedo, pero todo queda en máscara. Javier Cámara tiene poca fuerza como Olivares, y logra que añoremos a Javier Gurruchaga. Pero también hay algún acierto aislado, como Ariadna Gil, que está excelente como la actriz amante del capitán, y protagoniza junto a Mortensen las dos mejores escenas: la del hospital y la que comparten en la cama (con esa excelente frase “al diablo el futuro, en el futuro todos muertos”).

Únax Ugalde decepciona por la blandenguería en la construcción de su personaje, así como el habitualmente sólido Eduard Fernández, que está incompresiblemente pasado de rosca. El director dirige a cada uno de ellos como si estuviera en una película diferente al resto. Pero lo que más irrita de un director capaz de la magnífica ‘Nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto’ es una puesta en escena sin garra, sin poderío, desganada, desapasionada hasta extremos inconcebibles.

Lo que Yanes pretendía era una fusión de cine de aventuras con cine de autor. Tal hazaña la han logrado poquísimos elegidos (para entendernos, el Coppola de ‘El padrino’, el Lean de ‘Lawrence de Arabia’, el Cameron de ‘Terminator 2’, entre no muchos más), y han sido muchos los que, como él, se han estrellado con excelentes intenciones y poquísimo equipaje estético. Como diría Eastwood, sería cuestión de hacer cada secuencia como si fuera la más importante. Tanto las de acción como las intimistas o las personales. Pero ni por asomo. Hay poquísima acción, y la que hay está mal planificada y sin la menor emoción. Y el Yanes descarnado de Nadie Hablará parece domesticado cuando habla de cuestiones importantes de la existencia, y conservador cuando filma la violencia o las batallas.

Dicen que una importante productora les dejó tirados en la mitad del rodaje, y que por eso pasaron penuria en muchas secuencias importantes que requerían de mayor poderío económico. Eso no es ninguna excusa para no sentir el Madrid de la época, Sevilla, Breda, para que la escena del ataque al barco, o la de la batalla nocturna, o la batalla final, queden tan deslucidas, tan poco cuidadas. Ni el operador Paco Femenia ni el diseñador de producción Emilio Ardura parecen capaces de llegar a donde Yanes no puede.

No conozco a nadie, salvo a muy pocos (el propio Reverte, un crítico tan poco interesante como Jesús Palacios…), a los que les haya convencido este quiero y no puedo. Pero me parece bien que sea el primer largometraje que yo haya visto en 2010, aunque sea en una pantalla de televisión. A partir de aquí las cosas sólo pueden mejorar.

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