'Transformers: El Lado oscuro de la Luna', Meridiano de chatarra

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Michael Bay, cineasta conocido por su pasión irredenta por el metal y las mujeres, voz profética y esteta tanto de una generación educada en videoclips y anuncios televisivos (preferentemente de Victoria’s Secret y grandes marcas de coche: no verán grandes soflamas moralistas a eso, bien está) como voz elocuente de lo que podría llamarse el sueño pequeñoburgués de Forocoches, esto es, un mundo ideal en el que la felicidad se explica con ralentíes, una mujer espectacular y un gran atardecer en el que pueden aparecer tanto melodías de Hans Zimmer como un gran éxito de Aerosmith (o Linkin Park). Sentimentalismos aparte, el tipo hace grandes blockbusters, en esto soy literal y no elogioso, sin el poderío de un Steven Spielberg o James Cameron, en el fondo y todavía sus grandes maestros (aunque, ay, estemos ante el alumno con mejor taquilla y escaso talento), y con una pasión y un compromiso tan enormes con el product placement, la estupidez y una tensión hacia el autohomenaje que resulta difícil ponerse aquí a mentar otros destinos mayores, usar con bajeza la ironía para desprestigiar procesos tan nobles y transparentes.

Las películas, basadas y patrocinadas por ese juguete mítico de los años ochenta de Hasbro, deberían haber sido una gran fiesta de set pieces y también la consagración del discurso personal de Bay, que no es otra cosa que lo resumido allí arriba, y se quedaron un poco a medio camino, un poco porque se hacía autohomenajes de todas las películas y otro poco porque, por mucha simpatía que me despierten escenas de ‘La Roca’ o ‘Armageddon’ o ‘La isla’ (y siento un cariño especial por estas tres películas, aunque casi siempre sean por, ugh, aciertos de guión), admito que Bay es un ejemplo perfecto de como no planificar una escena, con cortes rápidos, movimientos bruscos de cámara y, snif, un desprecio absoluto por el espacio y el frenesí visual bien entendido.


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Y, vaya por donde, en esta entrega de la saga no está Megan Fox y como decido ponerme servil con la llegada de la modelo de Victoria’s Secret, Rose apellido impronunciable Huntington-Whiteley, que ejecuta su peculiar versión de Lady Macbeth convenciendo a un robot de la humillación que otro está llevando a cabo. No daré demasiados spoilers, pues tampoco son requeridos para esta trama en la que, adivináis, los autobots deberán frenar el nuevo plan de invasión de los Decepticons. Shia LaBeouf, un moderno Antoine Doinel para la era del zapping, tendrá ahora problemas fálicos pues el coche del jefe es mayor y para su chica y él, en desgracia obrera y terrible, no puede comprar esas cosas tan gigantes y magníficas.

El gran tema americano sería el fracaso, pienso, y el otro sería la lucha por la Libertad cuya realidad está llena de dificultades y encima de un gobierno que, aunque da medallas, no permite a los héroes vivir como tales, en retiro espiritual. Pero América es un lugar para los héroes y el personaje de Sam Witwicky correrá, gritará muchas veces el nombre de Bumblebee y protagonizará las mejores set pieces que ha rodado Bay y de las mejores del verano presente. Porque, querido lector, esta película contiene las mejores escenas de acción de su inepto cineasta, además del único uso justificado de las tres dimensiones en mucho, mucho tiempo. Es una experiencia atronadora comprobar como cae un edificio o como dos robots gigantes chocan, es toda una aventura ver como cada explosión tiene un grado de detallismo tal que uno diría que la realidad en la que vive es más bien mediocre, de baja resolución, llena de bugs y sin alta definición.

El problema es que estamos, en la línea ya de la segunda entrega, ante un desastre narrativo de proporciones gigantescas. Para empezar, y sin ánimo de discutir esa naturaleza after hours de todo Bayhem (para quien no lo sepa, nombre que reciben las películas y el fiestón de kabooms que en ella se organizan), son demasiado ciento cincuenta minutos para una historia de este calibre. Si las set pieces estuvieran unidas por excusas mínimas, no hablo ya de ideas magníficas, estaríamos ante un blockbuster de manual, pero uno bueno o interesante. Si encima la narración fuera capaz de generar interés sobre cualquiera de los acontecimientos, incluso las palmas serían un buen manual. Pero no ocurre y es una lástima que el director no haya encontrado consejos para una historia así, porque hay algo genuinamente divertido en su prólogo lunar (cortesía del productor ejecutivo, Steven Spielberg) dispuesto a reescribir toda la historia al servicio de un gran secreto conspiranoico, suponiendo un elemento de interés que, por supuesto, es resuelto con facilidad y sin prestar atención a las posibilidades narrativas de esa idea.


Lo que si ocurre es que todas las líneas de intriga son derivadas y uno nota que el propio cineasta está más cómodo trabajando con las set pieces, con los robots, las explosiones, los coches, que rodando enésimos refritos de todas sus escenas. Porque esta película es, quizá, un gran ejemplo de un cine cyborg, programado, todo ocurre en el momento más esperado y esperable, la sucesión más bien estridente de escenas de humor (que, como sabréis, protagonizan los padres-humillantes del protagonista, John Turturro y si suman un memorable John Malkovich y una inverosímil Frances McDormand) combinada con momentos de drama que nunca son valientes, ni llevan la historia a otro lugar (tampoco pueden, por otra parte). Entre los robots, brilla Sentinel Prime, con las facciones y el carisma vocal de un inestimable Leonard Nimoy, sin duda lo único divertido y natural de toda la función más allá de las citadas escenas.

Resulta sorprendente, por otra parte, que la gente asegure que la película da lo que promete. Las escenas de acción podrían acaso contar como triunfo en la filmografía del director, con cortes más largos y claridad visual sumada a grandes panorámicas y ralentíes, pero no concibo que esta película pueda ser divertida o incluso entretenida, pues su largo clímax ocurre con rutinaria vanidad, con lento y aburrido devenir industrial. Pero, se sabe, que habrá titulares mediocres que dirán que las cifras o el público han hablado, aunque no haya demasiado verbo.

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